La Mosca Luminosa
LA METÁFORA DEL AMOR Y LA MUERTE: POESÍA CLÁSICA PARA SUPERAR UN DESPECHO
Por: Sebastián Mejía | Escritor | Candidato del Doctorado en Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
¿Cuál es la razón por la que publicamos un ensayo sobre el amor a final de julio? ¿Será porque amar es tan atemporal como morir?, en ambos casos, amor y muerte se conjugan en una sola metáfora, en un estremecimiento que solo puede vivir el amante que deja la piel en el borde del Hades. Este ensayo, de una rareza luminosa, desempolva algunos versos de la poesía clásica, nos muestra con fina ironía que después del amor hay otra vida.

—«Se acabó, no quiero estar más contigo». —Eso fue lo que me dijo Ana, antes de tirarme el teléfono. Desde entonces, no he vuelto a saber nada de ella.
Probrecito Lenny, hace unos días lo había visto tan enamorado y ahora llora por un amor que fue y que ya no lo será más. Se ve como un chiquillo en llanto, con los gestos de alguien roto, devastado. Abrazo a mi amigo y trato de comprender lo que se agita dentro de él. No hay que ser experto para saber que uno de cada dos desenamorados vive una batalla, un orgullo herido, hojas que se marchitan, recuerdos paralizados en el tiempo, un despecho, un movimiento sin claro de luna, por poco, parecido a la muerte. Lo puedo sentir en Lenny, en algún momento de mi vida lo llegué a sentir en mí también, aunque, claro, lo he superado como seguramente lo hará él. Es tan común como histórico, el amor cuando no da vida mata.
Las especulaciones etimológicas parecen dar en el clavo cuando, casi a modo de anagrama, se compara el amor (de amare) con morir (de mortem). Quizá sea una asociación libre por parte de los estudiosos o, posiblemente, un juego de fonética que iguala duraznos con manzanas, pero, la idea según la cual el amor y la muerte están vinculados parece tener larga data en la historia: ¿Qué relación hay entre el amor y la muerte? ¿Cuándo se empezó a vincular estos términos? ¿Cómo la literatura lo ha descrito? Desde tiempos inmemoriales, tanto hombres como mujeres han sufrido desengaños amorosos, traiciones o rechazos que hacen rebullir la sangre o condenarles para siempre.
Lenny tiembla en silencio, me mira esperando una respuesta inteligente, un consejo o un consuelo. Y yo, cuyos conocimientos en materia de amor se limitan a un par de experiencias, ya del pasado gracias a la poesía clásica, no puedo más que contarle sobre algunos poetas que sufrieron tal como lo hace él ahora.
—Debes comprender —le digo—, que el corazón se convierte en últimas en la tumba de los viejos amores, pues, en este domus infernal reposa y vaga el fantasma de aquel que amamos, ahí está el origen, la metáfora del amor y la muerte, la metáfora que se estremece.
La primera referencia textual de esta metáfora podría hallarse en los epigramas helénicos. Epigrama, traduce: “textos sobre algo” o, simplemente, “inscripciones”. Estos aparecieron para honrar motivos fúnebres, pero, el círculo literario encabezado por Asclepíades, Calímaco, Posídipo y Hédilo trataron temas amorosos. Al respecto, los epigramas amorosos helénicos versaron sobre el amor libertino y la promiscuidad que, por lo general, desembocan en una visión trágica del mismo. El amor, desde esta tradición, es visto como enfermedad y a su portador como una víctima cuyos síntomas son el fuego, la locura y el sentimiento de esclavitud. El enamorado vive su amor con una conciencia de riesgo y, a partir de esto, se lo compara con las dos actividades más peligrosas de la época: la navegación o la milicia. Como sabemos, ambas actividades tienen, en el peor de los casos, la consecuencia de la muerte.

—Mira Lenny, no eres el primero al que le sucede, las epopeyas de la antiguedad están todas habitadas por heroes y enamorados que vivieron y murieron de amor. Nada más piensa en Menelao; tan grande fue su agonía que acabó con Troya para recuperar a su amada (y ofendida) Helena. Así, en general, algunos poemas que datan de la época resaltan el carácter hiriente del amor cuando uno se enamora:
"Me hirió la traviesa Filenion, y aunque la herida no se ve,
el dolor penetra hasta dentro de las uñas.
¡Ay de mí!, amores, estoy perdido y muero,
pues pisé medio dormido una víbora y toco ya el Hades".
(Asclepíades. Trad. de M. Brioso).
Lenny se sobresalta. Las imágenes de Ana, la casa y las gatas, llegan a su mente; abren las heridas que deja el filo de un amor recientemente fallido. Lo primero, dicen los sobrevivientes, es la negación.
—Ella me dijo que éramos una familia, ¡mintió! ¿Cómo pudo?
Lenny suspira, Lenny resiste los flechazos de Eros. A través del recuerdo le llegan visones del pasado como punzadas.
—Lenny, Cupido lejos de verse como un dios, es un mocoso caprichoso que se la pasa haciendo travesuras a los mortales. Tal como lo expresa Asclepiades:
“Amor, desmedido con su antorcha y sus flechas,
ese niño frívolo y burlón,
¡con qué certero arco lanza sus dardos!
La locura se desliza en lo más profundo de las médulas,
mientras un fuego oculto devasta las venas.
La herida producida no tiene gran dimensión,
pero devora en profundidad las médulas interiores”.
(Asclepíades. Trad. de M. Brioso).
—Amigo, —continué mientras él pensaba en los versos— los epigramatistas griegos establecieron los primeros apuntes para la consolidación de la metáfora del amor y la muerte, pero su aparición ocurre propiamente en el marco del Antiguo Testamento. El Cantar de los Cantares estableció de manera sucinta la relación entre el amor y la muerte debido a sus características poéticas. El Cantar relata el amor conyugal entre dos amantes que se desean de manera desesperada. Según algunos especialistas, el Canto podría haber sido escrito por Salomón dirigido a Makeda, la reina de Saba, cuyo romance llegó a convertirse en la expresión más bella del amor romántico, en el contexto de un libro sagrado. El Cantar inicia con versos como estos:
“¡Bésame con los besos de tu boca!
¡Porque más embriagantes que el vino son tus amores!
Suave es el perfume de tus bálsamos…
Tu nombre va manando de aceites aromáticos…
¡Por eso te aman las doncellas!”
(Cantar de los Cantares 1:1 Versión de Casiodoro de Reina).
—Mucha hija de... ¡Los dulces que ella llevaba a casa no eran otra cosa que los regalos del otro! —dice Lenny, y se levanta de golpe.

—Ciertamente, la pasión de los años vividos en pareja se extinguen hasta que otros u otras lo encienden. Te sigo contando. El Cantar se caracteriza por ser el apartado más erótico de la biblia. A través de un juego de metáforas, entre sus versos, un joven pastor cuenta lo que haría si estuviera cerca de su amada Sulamita:
“Tu estatura es semejante a la palmera,
y tus pechos a los racimos.
Yo dije: subiré a la palmera, asiré sus ramas.
Deja que tus pechos sean como racimos de vid,
y el olor de tu boca como el de las manzanas […]"
(Cantar de los Cantares 7:8 Versión de Casiodoro de Reina).
Lenny se aleja de mí y grita como si estuviera poseído. Quizá piensa en la cama donde Ana estuvo inmersa con su amante, en un juego sexual adobado por el encuentro clandestino: sábanas y misterio. Me viene a la mente el amor que Salomón describe poéticamente hacia la Reina de Saba, donde los senos son comparados con racimos que motivan el ascenso a la palmera, y el hombre, quizá como el amante de Ana en la imaginación de Lenny, se trepa desde el suelo una vez que la ha desnudado. Pero, este amor erótico sufre al mismo tiempo de su candorosa existencia, pues, la contrapartida a la experiencia de los amantes son los celos, mortales quizá, cuando estos son descubiertos. La analogía entre el amor y la muerte, en este caso, se manifiesta en los celos del amador como abismos y brasas ardientes:
“[…] ¡Grábame como un sello en tu corazón,
grábame como un sello en tu brazo!
¡Porque el amor es fuerte como la muerte,
el celo voraz como los abismos
y sus brasas son llamaradas de fuego! […]"
(Génesis 3:6 Versión del Rey Jacobo).
Mientras Lenny esquiva los recuerdos, trato de explicarle que en el contexto de la historia de occidente, esta es la primera vez que quizá se entabla tal relación explícita entre el amor y la muerte. Lenny me mira descreídamente, siente ira, yo trato, en la medida de mis posibilidades, explicarle que esa ira que siente en este momento, esos celos comparados con abismos y brasas, con llamaradas, no son más que un sentimiento muy común que incluso se ha registrado a lo largo de los siglos en la poesía occidental. El Cantar estableció una serie de metáforas que serán retomadas por algunos poetas en la poesía clásica-medieval. La metáfora del amor y la muerte; celos y abismos; pasión y llamas, son temas reiterativos que aparecen en algunos cantos y textos literarios posteriores. Lenny me mira atento, parece estar interesado como nunca antes en las ñoñadas académicas a las que antes ponía reparo.
—¿Qué tienes para decirme, profe del corazón clásico? —Me inquiere con sus ojos hinchados y algo de ironía.
—Al respecto te digo: la metáfora que se estremece abarca más de lo que pensamos; la extensa literatura dedicada a tratar el erotismo griego y romano.
Lenny toma su cajetilla de cigarrillos de su bolsillo, saca uno, lo enciende y se echa para atrás en su silla, suelta una gran bocanada de humo.
—¡Ajá! Cuéntame más.
Se ríe y tira la ceniza en el pocillo donde antes tomaba una tizana.
—Tengo para decirte que el sexo se relaciona con el espanto. La transformación del erotismo de los griegos en la Roma imperial estuvo marcado por una metamorfosis del erotismo alegre de los helenos a la melancolía espantada de los romanos. Durante el periodo de Augusto, primer emperador romano que gobernó entre 27 a. C. y 14 d.C, la metáfora de amor y muerte se perpetuó en la creencia extendida según la cual el estremecimiento se relaciona con el extasis, efecto de sacar al humano fuera de sí (del griego έκ-στασις “ek: desde, de” y “stasis: estar en pie, colocarse, mantenerse” que significa literalmente “estar fuera de sí” o “fuera del lugar”). De esta manera, mi querido amigo, la instancia de la muerte se enfatiza en el mundo romano a tal punto que esta hace parte de la vida diaria de los ciudadanos, como los baños públicos, los masturbatorios o la palestra cuyas prácticas cotidianas se solapaban entre las caricias del amado y el estrangulamiento del enemigo, Pascal Quignard escribe en uno de sus libros:
“En la antigua Grecia, luego en el mundo etrusco, luego en la misma Roma, el amor y la muerte son la misma cosa. El amor transporta a otra casa (el secuestro de Helena en la ciudadela de Troya). La muerte transporta a otra casa (el secuestro de Perséfone en el mundo subterráneo de los cuerpos quemados o inhumados). Eros y Thanatos constituyen los dos grandes raptos posibles”.
Las referencias a la muerte están presentes en la consciencia de la cultura romana, pues, a través de las actividades en el anfiteatro, los sacrificios humanos, las corridas, los desuellos, las torturas, el asesinato de Julio Cesar que tanto amó a Roma y murió apuñalado por la espalda en el Senado, o las cenas carnívoras de las clases altas, evidencian un culto por el instante de la muerte. Este instante es referenciado por Lucrecio como suavitas (dulzura), y hace referencia a la capacidad de contemplar desde lo alto del monte a los guerreros que se mataban mutuamente en la llanura. Esta contemplación de la muerte está incluso en la cocina romana. Tal como nos cuenta Quignard, en las cenas romanas era costumbre traer el pez a la mesa aún vivo y esperar, ante los ojos atónitos de los invitados a que el pez diera su último coletazo para llevarlo a la cocina. Tal metamorfosis agónica del pez releva entonces la fascinación de los romanos por la muerte, que llegó a permear su cocina, incluso, su concepción del amor.

—Amigo, de acuerdo con Tácito, te digo, el corazón es la domus infernal donde reposa y vaga el fantasma de aquel o de aquella que se ha ido.
Lenny me mira sorprendido, entonces, lo digo con más firmeza, —Debes comprender que enterramos en nuestro corazón a los viejos amores.
Ambos nos quedamos en silencio. También desconozco el alcance de lo que esto significa. En cuestiones del amar nadie olvida a un amante como nunca se olvida un cadáver; se entierran los amores al igual que los muertos en nuestro querer. En la misma línea, prosigo rompiendo el silencio, —El corazón viviente es la tumba donde habitan las sombras de quienes han velado su cuerpo en el fuego de una cama, así, podría decirte que el desamor no es olvido, pues, en la medida en que están enterrados en nuestro corazón, a los amores antiguos se les debe rendir homenaje.
Lenny se levanta de su asiento y mira por la ventana, luce inquieto.
—El otoño sacude los árboles que empiezan a desnudar sus raquíticas estructuras ante el viento que los interpele y... yo sin ella, —dice, buscando un falso sosiego en la calle donde últimamente lo he visto caminando cabizbajo.
Acomodando mis lentes que empezaban a desvanecerse por mi nariz, prosigo contando, quizá para distraerlo, quizá para que no se lance al vacío. —Mira Lenny, la concepción del amor trágico de los epigramatistas es retomada en el siglo III a.C por Meleagro, reconocido por compilar los trabajos de los griegos, por cambiar ligeramente su concepción del amor. Meleagro, inaugura de manera inconsciente una tradición según la cual las relaciones amorosas no son ya libertinas, sino, más bien, monogámicas y fijas. La compilación de Asclepíades, Calímaco y Posidipo es leída posteriormente por poetas como Catulo, Propercio y Tibulo con su visión trágica del amor debido a las puellas romanas y su afán de sacar provecho de las relaciones amorosas. ¡Ah! —exclamé tratando de ponerle un matiz al asunto—. ¡Si supieras Lenny cuánto sufrió Propercio a causa de algunas mujeres!
Por el reflejo de la ventana Lenny parece reírse un poco. —¡Ombe —proseguí—, incluso el pobre Catulo, que en sus dedicatorias a su musa Lesbia entregó su vida, también fue traicionado!:
“Vivamos, Lesbia mía, y más, amemos,
y el rumor de los viejos más severos
estimemos no más que en lo que vale.
Morir y regresar pueden los soles:
cuando se extinga nuestra breve luz
una perpetua noche dormiremos”.
(Carmina, 5.1-6).

Lenny voltea entregado al humo de otro cigarrillo y se ríe de su propia situación.
—Imagina, las locuras que decimos cuando estamos enamorados que, escucha esta frase “Una perpetua noche dormiremos”. Linda ¿no?, quiere decir que parece que suena bien, pero, en realidad, romantizamos el vínculo del amor con la muerte. Al respecto, en la literatura encontramos la saga de Protesilao y Laodamia que, junto con la historia de Eneas y Dido, fueron referentes literarios claros e inspiración para la poesía latina, a propósito de cómo los enamorados lo dan todo por su amante. Conocemos, Lenny, el mito de Protesilao y Laodamia por medio de un mosaico de historias escritas por Eurípides, Apolodoro (en el periodo antiguo) y, Plutarco y Catulo (en el periodo romano). Este último adoraba el relato de Protesilao y Laodamia debido a la fugacidad y tragedia que caracterizó este encuentro amoroso entre los amantes. De manera general, este mito cuenta que, justo después de estar casados, Protesilao embarca en una guerra a Troya, en donde muere a manos de Héctor. Ante el sufrimiento de los enamorados, los dioses conceden a Protesilao volver de los infiernos. Este, aceptando la propuesta, es devuelto a la vida y se encuentra con su amada por tan solo una noche efímera. Así, al amanecer, Protesilao regresa a los infiernos, dejando detrás de él a Laodamia, dolida y carente de su amor. Esta mujer, que no conoce de su amante sino adioses, decide suicidarse para estar para siempre con su amado. El mito, que adquiere el nombre extraño de “Protesilaodamia”, es relatado por Catulo en 21 versos en los cuales el autor reflexiona a propósito de lo efímero del amor y lo largo de la muerte. Laodamia sigue enamorada incluso después de la muerte de su marido y decide seguirlo a costa de su vida. ¿Vos te imaginás? —digo, exagerando un poco el tono de la voz para no lucir aburrido—, ya nadie ama así como Protesilao o Laodamia. Mucho menos en estos tiempos en que las personas y las relaciones se descartan facilmente.
—¡Ejem, ejem! —Carraspeo un poco y acomodo nuevamente mis lentes—. Esta línea que relaciona el amor y la muerte es continuada por el poeta Propercio. El poeta latino, al igual que Catulo, sufre la pena de un amor libertino y caótico por parte de Hostia, o mejor conocida como Cintia. Esta mujer, al igual que otras amantes literarias como Némesis y Glícera, para Tibulo, sintetiza un proceso de emancipación femenina en la Roma de Augusto, pues, estas mujeres podían tener relaciones amorosas por fuera del ámbito matrimonial. Esta libertad sexual pone de cabeza el mundo romano de los poetas, pues en la sociedad son amos, pero en el amor se hacen esclavos de las cortesanas que buscan favores a cambio de su amor. Por tal razón, la relación de los poetas elegíacos como Tibulo, Catulo y Propercio (entre otros) está marcada por infidelidades amorosas y un lento y agónico sufrimiento amoroso.

Al decir esto, el semblante de Lenny cambio de golpe. La idea de pensar la traición de Ana le movía los cimientos. No obstante, ya la rabia había pasado. Seguía entonces un proceso de negociación en el cual, después de estar mucho tiempo en silencio escuchando, Lenny por fin abre la boca como un muerto que se quita una palada de tierra de los labios.
—Ana se enamoró de otro tipo que anduvo buscándola desde hacía años. Se llama Daniel, él le componía estúpidas canciones de rap con autotune.
Otro silencio invadió la habitación mientras el viento otoñal recobraba su protagonismo contra la ventana. Lenny me cuenta con amargura y nostalgia cómo solían hacer el amor los martes por la noche, después de darse una lavativa y escapar juntos en moto hacia algún motel a las afueras de la ciudad. Sin embargo, ahora tenía la mirada perdida en la pared y le costaba seguir hablando. Su lengua luchaba por salir de entre sus dientes dispuestos a morderla. Todo su ser parecía querer expulsar la historia de cómo fue traicionado por la mujer que lo había acompañado durante toda su adolescencia y en los momentos más difíciles de su vida, con dificultad aceptaba que ella lo había dejado por otro hombre.
A unos les duele el culo, a Lenny le duele el corazón. Por más que lo intenta su rostro no lo puede ocultar. Si bien, la metáfora se estremece de amor y muerte, parece que, al vilo del tiempo, el sentido de la misma apunta hacia otras direcciones. Por ejemplo, como aparece en el poeta Tibulo, para quién el amor es cosa de jóvenes, pues la muerte y la vejez harán imposible la realización física del amor.
Para romper el silencio que impuso la nueva cara triste de Lenny, le cuento cómo las reflexiones de Tibulo son interesantes en la medida en que muestran los distintos rumbos que tomó la metáfora. Particularmente, la muerte y la vejez son elementos que truncan el amor y no como en los tiempos actuales, cuando asistimos al efecto disociador producido por las redes sociales y la sobreabundancia de vínculos poco profundos. En este sentido, para Tibulo, el amor es cosa de jóvenes.
—Pobre de mí, —exclamé tratando de ser chistoso—, que tengo “cuerpo joven, pero alma helada, y sé que voy a morir, porque no amo ya nada”. —El chiste pasó desapercibido—.
—¡Ejem, ejem! —Carraspeo de nuevo y acomodo mis lentes que se me bajan gracias al sudor producido por la calefacción, continúo el relato mientras Lenny sigue estupefacto, esta vez mirando un zapato debajo de mi cama—. La metáfora se expande en la medida en que, en clara referencia al mundo griego, los poetas retoman mitos en los que esta se evidencia. Pero no profundicemos en la mitología, miremos la relación entre el erotismo y la muerte en poetas latinos como Catulo, Virgilio, Ovidio y, más adelante, cómo el tema va adquiriendo otros matices médicos o teológicos.
—Mira esto tan gracioso —prosigo—, la metáfora del amor y la muerte adquiere nuevos matices que se interpretan de acuerdo a la noción de l’amour en tant que maladie. En este sentido, aparece la figura de la femme fatale cuya tradición podría remontarse a la figura legendaria de Lilit en el folclore judío. Quizá, una de las referencias más famosas de la femme fatale que aparece en la edad media es la leyenda de "Virgilio en la canasta". Dicha leyenda se ve a menudo en el arte y se menciona en la literatura como parte del “topos” literario del poder de la mujer, demostrando la fuerza disruptiva del atractivo femenino en los hombres. En esta historia, Virgilio se enamoró de una hermosa mujer, a veces descrita como la hija o la amante del emperador. Tenía el nombre de Lucrecia. Ella fingió seguirle el juego y acordó una cita en su casa, donde él debía colarse en la noche subiendo en una cesta grande que ella bajaría desde una ventana. Todo salió de acuerdo a lo planeado, excepto porque la joven solo izó la cuerda hasta mitad de la pared y luego lo dejó expuesto al ridículo público hasta el día siguiente. La historia es paralela a la de Phyllis montando sobre Aristóteles. Entre otros artistas que representan la escena, Lucas van Leyden hizo una xilografía o grabado en madera y más tarde un grabado en el que muestran el célebre filósofo siendo cabalgado por una mujer. —Por suerte, —le dije a Lenny en tono jocoso—, nadie te vio desnudo en una situación de esas.
A pesar de la jocosidad de la leyenda, esta trasmite una fuerte concepción patriarcal según la cual la mujer es un ser malvado en la medida en que se burla de sus amantes, ridiculizándolos en extremo. Por ejemplo, como ocurre con las mujeres de Lesbos que convierten en cerdos a la tripulación de Odiseo. Sin embargo, lejos de una lectura hetero-centrada del asunto, lo que me interesa resaltar es cómo la concepción de l’amour en tant que maladie servirá de fundamento ideológico a los trovadores cortesanos, pues estos interpretan el martirio como la única vía que permite al poeta elevarse a la contemplación de Dios. Dicha concepción, como veremos más adelante, aparece en ciertos poetas del siglo de Oro español; el caso culmen es Francisco de Quevedo.

El viento otoñal nuevamente sacude la ventana y trae a Lenny a la conversación. Este, rompiendo el silencio, repone: —Mi padre, cuando se separó de mi madre, leía a Quevedo y no sé por qué.
—Pues, —respondí sin dejarlo terminar— porque Quevedo tiene quizá la presentación más clara de la metáfora y es, apenas perfecto, para los corazones que buscan sanarse. En su soneto, que lleva por título: Amor impreso en el alma, que dura después de las cenizas, Quevedo expone una visión sacro-profana que parece recoger el sentido original de la metáfora desde su origen bíblico. —Lo recité como si de ello dependiera mi vida—:
“Si hija de mi amor mi muerte fuese,
¡qué parto tan dichoso que sería
el de mi amor contra la vida mía!
¡Qué gloria, que el morir de amar naciese!
Llevara yo en el alma, adonde fuese
el fuego en que me abraso; y guardaría
su llama fiel con la ceniza fría,
en el mismo sepulcro en que durmiese.
De esotra parte de la muerte dura,
vivirán en mi sombra mis cuidados,
y más allá del Lethe mi memoria.
Triunfará del olvido tu hermosura,
mi pura fe y ardiente de los hados,
y el no ser por amar será mi gloria”
—Este soneto relaciona dos elementos metafóricos ya mencionados en El Cantar; el amor/muerte y el amor/fuego. Tal como se aprecia en el primer verso, para amar plenamente hay que morir, pues solo la muerte es consecuencia, o hija del amor. Mira, Lenny, —le dije sacándolo de su mirada meditativa—, Quevedo expresa bien lo que se conoce como una “paradoja sacroprofana” en la medida en que: “si muriese de amor, dicha muerte sería la consecuencia de un parto feliz, aun perdiendo la vida, en ello”. —!Hey!, ¡escuchá!, la muerte es consecuencia del amor.
Lenny pareció asentir, algo de la poesía de Quevedo había tocado un recuerdo que lo vinculaba con su padre.
—Mi padre, —dice— después de su separación, se dedicó a la música y jamás volvió a vivir con nadie más. Para él, solo existíamos la música y yo. —Un silencio y luego repone—. Ahora lo entiendo.
Lo miré fijamente y continué para no perder la idea: —Mira, cada uno de los versos está finamente dispuesto, por ejemplo, el segundo verso continúa con la muerte gestada dentro una vez que se ha sentido amor. Pues, tal como afirma, el poeta llevará en el alma un fuego que abrazó y que parece reducirlo a ceniza al punto de acompañarlo al sepulcro. ¿Ves?, —Puse mi mano sobre su hombro—, a veces nos aferramos al dolor porque algo aprendemos de él. —Lenny parecía suscribir lo que decía—. En el tercer verso, por ejemplo, se expresa el tránsito hacia el inframundo que, curiosamente, atraviesa por el rio Lethe. Esto nos plantea la paradoja de cómo será posible renacer y acordarse de su amado si al cruzarlo el Lethe arranca el recuerdo hasta dejarlo en blanco. Pero, para salir de la paradoja, no deberá tomarse el cruce por el Lethe como una condición sine qua non del olvido, pues, el amante puede borrar su recuerdo, pero jamás el sentimiento y, como en la teoría de la anamnesis platónica, será la misma belleza la que haga recordar la idea de belleza divina. Entonces, mi querido Lenny, no vas a olvidar a Ana, sino, a cambiar tu recuerdo doloroso por otro. O concentrarse en otras fuentes de belleza, como tu padre.
Lenny me mira sorprendido casi pidiéndome que continúe. —Pues, qué sé yo, —dijo—quizá un sentimiento de agradecimiento por todo lo vivido.
Al decir esto su semblante cambió. Algo pareció calar muy hondo, como el repunte de una semilla, un girasol apenas desplegando sus pétalos, cualquier brote que apenas muestra su primer verde. Casi podía escuchar cómo por dentro suyo se agitaba la aceptación. Algo se empezó a mover.
—Finalmente, —continué—, el cuarto verso indica que este triunfará y se impondrá como forma amorosa, pues, aunque se haya muerto de amor mil veces, con única fe ardiente, la de los hados, el poeta resucitará en gloria.
Lenny cierra los ojos y suspira pesadamente, está aliviado; la palabra ha germinado en su interior. Frente a frente, en mi pequeño departamento de estudiante de posgrado, miro a mi muy querido amigo y lamento su ruptura con Ana.
—Ya ves cómo son las cosas, —prosigo—, en ese juego de las relaciones amorosas creemos que al igual que en la guerra, hay una lucha constante, una serie de pequeñas batallas sin resolver que terminan, incluso, con asfixiar al otro hasta llevarlo a la muerte. Ciertamente, como vos, Lenny, muchos nos han asesinado, o hemos muerto una y otra vez con amores que, de una manera u otra, destruyen parte esencial de nosotros mismos. No obstante, el secreto está en saber que siempre nos enamoramos y el juego consiste en ese riesgo necesario que tomamos, por supuesto, basado en el amor por el otro, pero, más importante aún, para avanzar en el aprendizaje del amor propio. Pues, es a través del otro que muchas veces nos conocemos a nosotros mismos.
Lenny sonríe y me suelta un “gracias” como una exhalación de lo que alguna vez fue. Lenny descansa desde adentro, entonces, nos sumamos en un abrazo fraternal de amigos.
