La Mosca Luminosa
CAVILACIONES DE UN PROMOTOR DE LECTURA EN DÍAS DE CONFINAMIENTO
Por: Luis Bernardo Yepes Osorio | Promotor de lectura, caperucitólogo.
¿En qué estación quedó la biblioteca de mi infancia? Me lo pregunto ahora que golpeo con fuerza un saco de boxeo, al que le sacudo el polvo del pavor que pudiera producir este encierro súbito.

El profesor, Maromero, Sapo gordo y yo
Cuando empecé mi labor de animador con niños de barrios marginados de las comunas pobres de Medellín, de inmediato supe que me necesitaban y yo a ellos. Desde esos primeros días me convencí de la importancia y la necesidad de la promoción de la lectura, pero no en la dimensión de ahora, con tantas horas de encierro, inquietud e incertidumbre. Hoy, por fortuna, algunos niños y adultos podemos ser acompañados por un instrumento fascinante como lo es la palabra escrita. Me siento "salvado" gracias a ella, y es gracias a ella que recuerdo hoy con gratitud a mi padre que conseguía libros y los alojaba en casa, a mi madre que leía conmigo las revistas de Corín Tellado, oíamos a Kaliman, y al Hombre increíble en la radio azul. Recuerdo al alucinante profesor de ciencias naturales con cara de Einstein que en quinto grado nos leía en voz alta cartas que le enviaba la novia (eso decía él, los años me han hecho dudar de ello). Recuerdo que su clase era después de cada recreo, así que antes de terminarse el descanso ya estábamos sentados en el salón, era la única clase en la que los pillos del salón nos sentábamos en la primera fila, corríamos y arrancábamos de sus sillas al gafas, a la gringa y al sabelotodo, que a lo último se acostumbraron a que esa clase la recibían en las sillas que nos correspondía, las de más atrás, asignadas debido a nuestra estatura. Mientras tanto Maromero, Sapo gordo y yo, con la venia silenciosa del profe, no perdíamos una sola palabra de lo leído por él, y con las manos metidas en medio de las piernas controlábamos nuestros animalitos que pujaban por romper la cremallera cuando el profe describía con lentitud los besos que aparecían en esas páginas, sagradas para nosotros. Y así nos fue llevando a poemas y cuentos que nos leía los quince primeros minutos de sus clases. (Hoy esta es considerada una práctica innovadora en muchos colegios). Cuando entraba en su materia comparaba pistilos y estambres y batracios con algo de lo narrado y nosotros lelos lo escuchábamos con devoción.

En el barrio me aferré a las historias del Maca, uno de los mayores de la cuadra. Él solía narrar los libros que leía y todos los de la barra de los grandes le hacían corrillo, cuando nos acercábamos los pequeños nos espantaban como a moscos dándonos manotazos. Yo me retiraba con los demás y luego regresaba solo y discreto hasta que el narrador, de barrio duro, decía que me dejaran tranquilo que yo ponía más atención que ellos, así le oí El Karina, una extensa crónica de Germán Castro Caicedo, que El Maca se deleitaba narrando de manera histriónica, detalles ínfimos que me hicieron sentir en el cine.
A mi padre, a mi madre, al profesor, al juglar de barrio y a las novias lectoras que he tenido, les agradezco lo que han hecho por mí, pues gracias a ese virus lector esta pandemia ha sido una de las temporadas más felices de mi vida; me he sentido como la cigarra violinista y el topo en el cuento de Janosh, ha sido un invierno fantástico. Por ellos y por otras tantas personas me he revolcado como un chancho en el lodazal de la lectura, he descubierto que Netflix es un pobre instrumento (para mí), al que ha vencido mi biblioteca de hogar y la bendición de haber aprendido a leer también en un libro electrónico. La biblioteca de mi casa, la librería de mi ciudad y las bibliotecas públicas han dispuesto libros virtuales para nosotras las cigarras, dicha abundancia me ha permitido cantar en este encierro tenaz y tomar sopa de arándanos.
La lectura se paga con lectura
La vanidad llevó a mi padre a leer periódicos y libros, él quería ser interesante y en ese sentido fue mejor lector que mi abuelo. Esa vanidad lo impulsó a llevar a su hijo tempranamente al mundo de la palabra escrita y, con esa ventaja, he sido mejor lector que él. Yo he pagado ese favor acompañando a mi sobrino en este mundo de los libros y especialmente de la literatura, ahora en la ciudad se habla de una versión mejorada de su tío. Todo esto enseña que, si nos empecinamos en hacer algo relacionado con la lectura, al menos con un familiar amado o con uno odiado, se produce el milagro.
A mi madre he tratado de pagarle sus tardes de radionovelas, y de lecturas de fotonovelas, acompañándola en la audición de audiolibros que le he comprado, pero ha sido en vano, las enmarañadas telenovelas turcas hoy me han ganado la partida, como en el pasado la habían ganado las lacrimógenas telenovelas mexicanas y venezolanas, y en épocas más recientes unas mejores: las brasileñas y las colombianas. Lo hecho por mi encantador profesor he tratado de retribuirlo recomendando a maestros ilusionados, historias atrayentes, con la esperanza de que algunos estudiantes puedan oír en voces de ellos el rompimiento de Ingrid con Mariano relatado por Elsa Isabel Bornemam, o una sucia y atrevida carta de Joyce escrita a Nora Barnacle. Los relatos de El Maca los pagué narrando con extravagancia durante un par de años las Escupitas mágicas de El Testamento del paisa a niños de las comunas de Medellín, a quienes recuerdo desde el principio de este relato.
Cuando se trata del destino el secreto es dejarse llevar por la lectura

Mi largo camino ha sido el de lector, para seguir como animador, esa suerte de prestidigitador que le lee cuentos a los niños. Luego me hice animador de adultos: es decir, me convertí en el atrevido que lee en voz alta y discute sus lecturas. Una vez pensé que los maestros debían conocer las historias que yo les leía a los niños y jóvenes, y cómo lo hacía, me convertí entonces en profesor de profesores. Posteriormente las necesidades del entorno me obligaron a ingresar a la labor administrativa, se necesitaba dirigir un grupo de militantes de las bibliotecas y la lectura. Luego descubrimos que las leyes no propiciaban el barro para hacer de nuestro entorno una cultura lectora, entonces llegó la tarea de asesorar el desarrollo de un plan de lectura y la creación de una política pública de lectura y bibliotecas. Finalmente, la lectura me puso en el sitio de escritor, eso creo, ahora lo intento mientras dirijo un club de lectura, un pendiente con la vida que siempre había postergado, sin embargo, ocurrió un milagro, llegó la dicha que un día soñé: ¡escribir!, pero por un camino bifurcado y repleto de estaciones desde donde puedo ir a otros lugares, o quedarme en una estación, o seguir por siempre creando senderos, como el ultimo, que apareció durante la pandemia: hoy soy promotor de promotores de lectura en la red social Facebook.
¿Y dónde está la biblioteca?
¿En qué estación quedó la biblioteca de mi infancia? Me lo pregunto ahora que golpeo con fuerza un saco de boxeo, al que le sacudo el polvo del pavor que pudiera producir este encierro súbito. Me lo pregunto recordando a los amigos, familiares y moderadores de eventos que por estos días me interrogan por la biblioteca de mis primeros años de vida, a través de una pantalla.

En la escuela, cuando los papás o el mensajero de la casa no aparecía, me quedaba con mi mejor amigo en la biblioteca escolar. Sus padres tenían recursos suficientes para resolverle una montaña de inconvenientes, pero no para recogerlo a tiempo cuando salíamos de clase, ni para salvarlo de su temprana muerte a causa de una enfermedad degenerativa. Sin embargo, los tres años que hicimos juntos en la escuela fuimos felices e inseparables. Él lo sabía todo de naves espaciales, de matemáticas, de ciencias naturales, de historia y de todo; era una pequeña enciclopedia andante. Yo era lector, organizador, junto con la profe, de los torneos de fútbol, era la super estrella, el capitán, el cerebro, —Pelé a mi lado era eso: un pele…le—. Así que mi amigo, con dificultad monumental para patear una pelota, hizo parte de la selección del salón y fue suplente en la selección de la escuela. Con su caminado rodillijunto y sus manos contenidas, y con los dedos torcidos, era nuestro arquero, unos guantes caros cubrían un poco sus defectos físicos, —Y cuando digo pequeño, digo mentiras, era el más alto de todos—. Ahora lo recuerdo porque con él aprendí que la biblioteca es un refugio, el lugar para salvarse de la intemperie de la soledad y para encontrar amigos en la palabra escrita y dibujada. Allí miramos libros de láminas y oímos cuentos de boca de la bibliotecaria más linda del mundo y con menos tela en su falda, —cuando ella se ocupaba yo leía para mi amigo y eso me hacía más feliz que a él—. También le ayudábamos a la bibliotecaria a organizar libros y a que no se aburriera, para ello sacábamos nuestras tareas más difíciles y ella nos ayudaba a hacerlas. A veces nos pedía primero que revisáramos los deberes antes de leer un cuento, eso ya no era tan bueno porque cuando llegaban pronto por B nos quedábamos sin cuento.
Supongo que esas imágenes, retratadas en mi alma y cerebro para toda la vida, me llevan a admirar hoy a las bibliotecas que tienen promotores para leerle a los necesitados de la palabra escrita, a quienes han quedado en un confinamiento de hambre, a todos aquellos que a falta de medio pan van a tener un libro leído, una vida imaginada. Esta es una misión para promotores de lectura extremos, que van más allá, a pesar de los barrotes que los cercan a ellos y a sus bibliotecas. Los admiro además porque soy promotor de lectura y, como ellos, sé lo que es la urgencia y el desespero por entregar alas en este encierro, gozoso para unos, desdichado para otros. Un buen libro es la casa de todos, y un promotor de lectura su anfitrión, estoy seguro de que mi amigo B pensaría como yo, si aún viviera; estoy seguro que también pensaría en mí al abrir un libro, como pienso yo en él mientras redacto esta reminiscencia de mi vida como lector en medio de un confinamiento del que he podido escapar gracias a los libros.
